DE IBIZA A DUBAI

por Carlos Núñez, periodista puesto a escritor
Comenzó a frecuentar los locales de moda de Ibiza, en los que la diversidad era el sello. No trabajaba, pero eso en la temporada veraniega en la isla no tenía importancia, y no era tampoco demasiado atractivo ni generoso, pero poseía algo que le hacía caer bien, especialmente cuando las ganas de fiesta empezaban ser saciadas, lo que le convirtió en un personaje de cierto peso, de esos que no necesitaban guardar cola en ningún sitio. Inmerso en la despreocupación, amanecía en los afters y siempre encontraba una puerta abierta en la descansar a la espera del siguiente asalto. “Un día de estos os voy a crear algo especial”, solía decir a ecléctica y ociosa corte permanente y a los anfitriones temporales, entre copas y estimulantes variados. Pero ese día nunca llegaba y solo alguna vez, apremiado, y entre euforias artificiales, se había adentrado en las cocinas –la suya, si la tenía, nunca, porque nadie supo dónde vivía– y con extraña solemnidad revisaba a fondo el refrigerador y los estantes, ceremonioso pero negando con al cabeza. “Con lo que hay aquí no se puede hacer nada”, sentenciaba, instando a resolverlo todo con una tortilla o unos embutidos, aunque primorosamente presentados, eso sí. Y tal era la fascinación que ejercía que muchos podrían haber jurado que él había criado el cerdo con sus propias manos o intervenido en la puesta de huevos.
Cocinar, lo que se dice cocinar, no lo hacía, porque añadirle tomate, aceite y sal a un trozo de pan no requería demasiada habilidad para contentar a comensales camino de convertirse en vampiros después de probar bocado. Pero él aseguraba, noche tras noche, que era todo un maestro, de los grandes, aunque todavía no había dado el salto mediático, y la leyenda crecía y se transformaba, cobrando nuevos ingredientes a medida que se transmitía.
Era divertido escucharle cómo de niño aprendió todos los secretos de su madre, creciendo entre platos tradicionales. Emotivo, lo mismo que la historia de que un día decidió conocer mundo y embarcó en un carguero para dar la vuelta al mundo y llenarse, escala a escala, de sabores exóticos. Pero nada como sus inicios como pinche en algunos importantes restaurantes clásicos de Nueva York, poco ante de conocer a Robert de Niro, al que asesoró en la aventura de abrir su Tribeca, todo un pasaporte para dar el auténtico salto y ser reclamado las estrellas de cine, de la música y la clase más alta y rica de la ciudad para cocinar en sus fiestas privadas en Park Avenue o en las mansiones de los Hamptons, pero no como un empleado sino como un amigo, que casi hacía un favor. ¡Qué grande el personaje! Si hasta contaba que colaboró con la NASA en un proyecto para las dietas en el espacio. Y qué divertidas eran las anécdotas de su paso por Miami, donde ganó varios premios por haber reinventado las tapas, o cuando estuvo una temporada en Los Ángeles y a punto estuvieron en darle un programa de televisión, aunque le fallaba un poco el idioma, y rodar una película sobre su vida, con Ben Affleck en su papel, aunque él, ya puesto, prefería a George Clooney. Pero nada mejor que su valentía al haberlo dejado todo, porque se había cansado de luchar contra los malos hábitos sociedad estadounidense, que en el fondo seguía prefiriendo las hamburguesas y el pollo frito a los platos sutiles que él era capaz de crear con tanto amor e imaginación. Dejar a un lado prestigio, dinero y hasta su ático en el SoHo, no le importó, decía, en su empeño por abrir de nuevo su mente y empezar de cero.
Se dejó querer entre sus nuevos amigos y escuchó toda clase de propuestas hasta que una pareja de empresarios del Este de Europa, dinero en mano, se lo puso fácil. Comenzó a preparar el proyecto del que debería ser el local más sugerente de la isla, un punto obligado para los visitantes. Sus mecenas, en el fondo, más que un gran negocio esperaban el protagonismo en un lugar, propio, en el que poder hacer lucrativas operaciones, así que se dejaron llevar por la carta de exigencias de su flamante chef, que les lanzaba un desafío tras otro para crear un local non stop de cocina y ocio, y le dieron total autonomía incluso para . Ni siquiera les pareció excesivo, todo lo más entre extravagante y genial, que su fichaje recorriese media Europa, siempre bien acompañado, para encontrar los ingredientes más apropiados para la que tendría que ser la mejor oferta a los paladares de visa platino. Tan eufóricos estaban pensando en su papel de grandes anfitriones que se les pasó el tiempo como un aperitivo hasta el día de la inauguración. Llegaron en un avión privado, con una corte de amigos amantes del oro, y en una caravana de lumusinas y deportivos fueron al encuentro, esperaban, de lo mejor de la jet internacional llegada a la isla e invitada para el que debía ser el gran festejo de la temporada.
Con las copas de champán y el brillo de los diamantes, la comitiva se plantó ante el solitario paraje. Los faros iluminaron la fachada y, aunque tardaron, se dieron cuenta de la tranquilidad que imperaba al margen de su propio bullicio de motores y ansias de placeres. Aquel sueño era solo eso, fachada, un decorado que simulaba la edificiación diseñada por el prestigioso y carísimo arquitecto elegido por su chef quien, por cierto, ni siquiera había tenido el detalle de esperarles, aunque eso sí, había dejado unas mesas de verdad y un fantástico catering listo para los recién llegados.
Unos meses después, tumbado en la arena, en Dubai, un hombre deleitaba a sus nuevos amigos comentando su pasado en el mundo de la gastronomía, que le había llevado a cocinar para ricos y famosos, en Nueva York, en Miami y no hace mucho en Ibiza. ‘¿No has pensado en abrir un restaurante aquí? No tendrías que preocuparte por el dinero’, de dijo el hijo de un jeque. La verdad es que él nunca se había preocupado por el dinero, especialmente por el ajeno.
Comentarios recientes