El laminador de berberechos


por María Morales
Comenzó a laminar los berberechos. Era difícil. El maestro le había pedido que lo hiciera porque sus dedos eran pequeños y delicados, y él estaba dispuesto a contentarle. De hecho era el único que lo haría perfecto, minuciosamente. Abrió la lata y escurrió los berberechos reservando el jugo en un bol. Después los extendió sobre un trapo blanco de algodón, impoluto, y los secó cuidadosamente. Los trasladó a una bandeja y los metió en el congelador.
Diez minutos serían suficientes para adquirir la dureza necesaria de modo que él, con el cuchillo de hoja peligrosamente afilada, pudiera cortar el pequeño animalito en láminas casi transparentes. Recordó a su abuela cuando aquellos veranos en su casita de Santurce le decía: son ojos de rata Pablito. Y el lo creyó, fue la única manera de que no pereciera envuelto en los retortijones que podrían haberle causado kilos y más kilos de berberechos. ¡Cómo le gustaban! Hasta que la abuela Pepa le dijo aquello.
Cuando estuvo listo, avisó al maestro. Recordaría aquel momento toda la vida, cuando el chef más famoso del mundo le dio su primera oportunidad. Primera y real. Le dijo:
-Es la primera vez que alguien lamina los berberechos como a mí me gusta. Muchacho, harás carrera.
Levantó una pequeñísima lámina, la situó al trasluz y siguió:
-Este es un delicioso ingrediente. Tiene un sabor intenso, casi inconfundible. Al laminarlo lo que has hecho ha sido convertirlo en un ingrediente… ¡interesante!, así es que ahora úsalo, crea una receta a partir de él, ponle título y deja que el mundo sucumba al sabor, que viva un sueño de cocina de autor, de alta cocina.
Una semana más tarde, Pablo Recaredo, Pablito de Santurce, presentó al maestro su receta: Berberechos laminados sobre un lecho de patatas aderezadas con jengibre, eneldo y fabes a la menta. Era sencilla, de fácil comprensión. Demasiado fácil, debió juzgar el maestro porque no quiso añadirla a sus cartas. Le dijo: Sigue esforzándote Pablo, serás un gran chef. Pero Pablito de Santurce era tipo listo y tardó poco en darse cuenta que no pasaría de ser un cocinero mediocre. Si algo no sería en la vida, era mediocre. Así es que ahorró lo suficiente para abandonar aquella cocina y se fue a dar la vuelta al mundo.
Había un billete de avión que costaba lo que había ahorrado y podía dar la vuelta al globo con una sola condición: siempre debía volar hacia adelante, no podía volver atrás. Salió de Madrid. Primera parada en Estambul. Trabajar en las cocinas turcas fue la mejor forma de sobrevivir, la mejor que conocía al menos. Aprendió el uso de las especias, a utilizar pimentón picado, curry, cilantro, cardamomo, extrañas pimientas como la aleppo, azafrán, las semillas de alcaravea, la menta… Pronto se convirtió en un alquimista de la cocina de las especias. Y cuando pensó que el Imperio Otomano ya no daba más de sí, tomo rumbo a Arabia Saudí. Omán, se instalaría en Oman. Allí fue donde guiado por Amin Ben Jelou mezcló y mezcló semillas, no paró de mezclar hasta conseguir que le dijeran que el suyo era el mejor Baharat de todo el país. Se obsesionó de tal forma que anotó la mezcla de especias al detalle, gramo a gramo, pizca a pizca, y creo una marca: SANTUR-BAHARAT. Llevaría el nombre de Santurce por el mundo. Él no iba a ser menos que las sardinas. Pero no podía permanecer mucho tiempo en un lugar, así es que cuando ya hubo montado la cadena de distribución por toda la península arábica, dejó su empresa en manos de Amin y con una cuenta corriente de millonario siguió su viaje. Tenía un billete de largo recorrido que amortizar.
En La India, seducido por la arquitectura rosada y por una bellísima hindú con la que se casó, se instaló en Jaipur. Fue en la cocina de su cuñado donde descubrió los secretos de la aromática y picante resina de Cachemira que llamaban Hing. Aprendió a medir el uso del cardamomo y a elaborar la masala que le dio fama en todo el país. A los tres años después de haber llegado, salió rumbo a Japón. Su hermosa esposa hindú no quiso acompañarle y se divorció. Hasta ese momento no supo que su esposo era uno de los hombres más ricos del mundo.
En Indonesia, su siguiente parada, mejoró el uso de los picantes y de la albahaca. El jengibre fue su gran aliado durante ocho años, y en Japón se sintió seducido por el wasabi de tal forma que tuvieron que ingresarle por ingesta excesiva en tres ocasiones en unos meses. Se saltó Rusia y Australia porque no le pareció que sus cocinas tuvieran interés en lo que a especias se refería, y cuando aterrizó en la Costa Este de Estados Unidos sintió que aquel era su lugar, el lugar en el que deseaba quedarse.
Pasaron 25 años. Pablo leía un domingo el New York Times sentado en el porche de su casa de Long Island. Había alcanzado incluso las metas que no se había propuesto. Tenía una familia perfecta, una casa con porche, una mecedora de madera blanca decapada y un restaurante en la Quinta Avenida famoso en el mundo entero. Aquel domingo, Pablo leía un destacado: El mejor cocinero del mundo _ estaba algo mayor, pero hubiera reconocido al maestro de cualquier forma _ ha dicho que el mayor placer de su vida se lo ha proporcionado un plato llamado Berberechos laminados sobre un lecho de patatas aderezadas con jengibre, eneldo y fabes a la menta, que había comido en un restaurante neoyorquino llamado SANTUR-BAHARAT. Es que a veces la vida…




Aprendió a dominar el universo de las especias
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